De puntitas y descalza atravesó el empedrado
del disecado invierno rico en cipreses mortuorios.
Nada había que alineara su dolor,
que polinizase su rutina,
que la columpiase al futuro.
Hervía, pues, su cuerpo al dolor,
pellizcaba su dolor más carnal
anhelando una chispa de emoción remota,
un atisbo de actividad interna del cerebro.
Pero tampoco era suficiente:
emoción inerte sangraban sus venas.
Con esas mismas puntitas,
grabadas ya en hormigón,
se sumergió en el establecimiento
nada estanco del vicio
para comprar su muerte en humo.
Visión perversa la necesidad de algo aniquilador
para continuar en paz la supervivencia.
Encontró, para su sorpresa,
nuevos manipuladores de cuerpo.
(Trabajo, ya sabemos, de la posmodernidad.)
Así que una vez reunió los artefactos
volvió a su intimidad más devastadora
llena de antiguas rosas que fueron un día sentimientos
y de dedicatorias descalificadas por el tiempo.
Y desenvolvió su esperanza.
Un mechero de lágrimas
era el encargado de prenderla
para dejarse consumir
por la inhibición de la adrenalina.
Y abusó de él toda la noche.
Y se rompió, despedazó su cerebro en mil
y lo almacenó en bolsitas de congelado
para que estuvieran allí, a su alcance
cuando estuviera preparada para su consumo.
Volvió al empedrado, esta vez con zapatos,
y se encaró a la hostilidad de sus semejantes
a los ojos sin brillo,
a las manos de plástico,
a las palabras de cocodrilo.
Y resolvió manipular su mente
con el fin de dejar de ver,
de dejar de pensar,
procurando respirar en un territorio
que nunca le identificó.
Y se embolsó junto a su mente ya trizada
sabiendo que una vez efectuado ese paso
sería, ahora sí, irreversible.